Hubo
una vez un catador, que era llamado por todos para valorar su comida.
Era el mejor de cuantos se habían visto por restaurantes y tabernas.
El catador, probaba platos, postres, vinos y todo aquello que le sirvieran.
Era
capaz de detectar hasta el más mínimo aroma o sabor. En su paladar
disfrutaba los buenos platos con tanta intensidad, que por muchos era
admirada. Era feliz, tremendamente feliz, por poder sentir con
profundidad los sabores más complejos que existían. No había nada que
le hiciera más gozoso que su trabajo.
Un día, el catador fue a
una posada en el camino. El posadero se esmeró en sus platos al tener
a tan ilustre comensal. Era por todos conocido, que los cocineros
que mejor fueran valorados por el catador, irían a oídos del rey y
este los llamaría para dar comidas en sus banquetes.
Los platos se colocaron en la mesa y el catador se dispuso a degustar.
Al
meterse el tenedor en el paladar, empezó a abrirse una caja de
sabores, que empezaron a recorrer la boca del catador, empezaba a
bailar con cada sabor cuando de pronto ¡NO! ese sabor! infame sabor!
empezó a corroerle por entre sus papilas. No podía ocultar el horror
en su cara y con la misma profundidad con la que acariciaba los sabores
más maravillosos, descubrió que padecía los más terribles sabores.
Sin
mediar palabra, el catador se levantó de la mesa con la mano en la
boca y salió de la posada. El posadero se quedó muy triste, pero no
tenía ni punto de comparación con la desazón que invadía al catador.
¿qué
podía hacer? ¿Su don de saborear era en realidad una maldición?
¿dejaría de probar sabores nuevos? ¿de recorrer tabernas y posadas para
bailar con los sabores por miedo a encontrar otros sabores horrendos?
La pena recorrió al catador que se sintió muy desgraciado y maldito
por su don. La vida, ya no tenía color ni sabor para él. Lo que
antes eran cálidos sabores y coloridas texturas, ahora eran
terroríficas trampas que podías encerrar las más agrestes sensaciones.
De
pronto, un niño que silvaba por el camino, vio al catador sentado en
el tocón de un árbol, triste y con la cara enrojecida de llorar. El
niño se sentó a su lado.
¿Qué te sucede caminante? - aludió el niño al catador
Sucede
que ya no merece la pena saborear - dijo el catador con voz apagada -
cada confitura o asado puede ser una trampa para el dolor.
Supongo
que tú eres el famoso catador del que todos hablan - continuó el niño
cautelosamente- y se me ocurre una cosa que quizá te aliente. ¿Acaso
no disfrutabas con la mayor de las alegrías cada gota de salsa que
abrigaba las carnes y las salazones de los pescados? ¿La vida no era
placentera y luminosa sabiendo las maravillas que eras capaz de sentir y
que a otros les es imposible de percibir?
Asombrado y
anonadado, el catador descubrió una sabiduría inaudita en un infante
de semejante talla y asentía boquiabierto a las deducciones del niño.
¿No
merecerá entonces la pena unos cuantos golpes agrios de la cocina, en
favor de mil paseos por las estrellas y fantasías de sabores?
Deberías sonreir amigo catador y probar esta galleta que llevo conmigo
- concluyó el niño.
Le entregó la galleta y sin mediar más
palabra que el arqueo pícaro de su ceja derecha, el niño sabio, se fue
brincando y silvando.
El catador miró fijamente la
galleta con fascinados ojos y aunque he de reconoceros que no era la
galleta más sabrosa del mundo, consiguió arrancar una enorme sonrisa y
se dijo para sí que más valía disfrutar de los sabores maravillosos
arriesgándose a encontrarse sabores horribles, que dejar de sentir las
maravillas por temer a los horrores.
A partir de ahí, el catador
vivió una vida más plena que la que vivía antes y nunca por nunca más
dudó de que el poder escuchar la melodía de los sabores, era un don.
Jorge Astorquia
Agosto 2011
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